Soltar para volver

Dejar ir también es una nueva oportunidad. Soltarlo significa e implica para mí, inevitable e indudablemente, desbloquear nuevos niveles, como si de un videojuego se tratara, darle lugar al despertar y al desarrollo de mi propio avance y crecimiento.

Dejarlo ir se traduce en romper la expectativa, conlleva a quebrar por completo la fantasía, aquello que mi mente creó, que no fue, no es, ni será…

Aquí descubrimos, casi como epifanía, dos actos de amor totalmente diferentes que tienen un núcleo común: la nobleza. Dejarlo ir para que crezca, para que aprenda, para que extrañe. Para dejarlo ser.

Por otro lado, su distancia, su lejanía, su frialdad, componen, en el fondo, el acto más noble y sincero de amor que jamás he visto de su parte. ¿Por qué? Porque cerrarme las puertas a su corazón, blindado y con combinaciones indescifrables, me demostró que es incapaz de amarme. No de forma intencional, no es adrede. Simplemente no puede, no sabe…

Se supone a sí mismo como incapaz de amar, incapaz de brindarme el amor que merezco. Bien sabe que soy una joya muy preciada, sin embargo, su total carencia, pobreza e inmadurez emocional nos demuestran a ambos que no sabe qué hacer con tanto.

El amor a veces asusta. Puede ser tan fuerte que golpea. No toca la puerta, no avisa cuando llega. El amor, mi amor sincero lo sacudió como un huracán. Imprevisible, inesperado, incontrolable. ¿Cómo podría aceptarlo? ¿Qué haría con tanto poder en sus manos?

Reitero: el acto de amor más noble que me obsequió fue el de alejarme. Él bien sabía que no sería capaz de brindarme todo lo que merezco.

La libertad que me dio podría ser comparada a la tarea de pintar un lienzo en blanco: tarea difícil, extensa, disciplinada. Inteligente aquél que haga uso de toda su dimensión y aproveche cada espacio de él. Audaz aquél que se anima a desechar su obra para comenzar una nueva. Brillante aquél que pinta con todos sus colores. Osado quién inventa desde su imaginación. Arriesgado quién cambia su lienzo y pinta otra vez. ¿Lo ven? Valiente aquél que se enfrenta cara a cara con su libertad y se anima a transitarla, tal y como darle vida al canvas.

Como siempre, le agradezco: por venir. Por ir. Por volver. Por irse otra vez. Tal vez nuestras idas y venidas forman parte del “nosotros”. Tal vez son nuestra característica más propia. Tantas veces dije “adiós” y tantas veces volví. Tantas veces él volvió. Aún no descifro por qué.

Una parte mía lo acompañará a lo largo del tiempo, siempre estaré ahí. Llevo conmigo algo suyo, él siempre está en mis pensamientos. Aunque no lo vea, aunque no lo tenga cerca, su alma me visita, me acaricia y me besa. ¿Será que yo, sin saberlo, también lo visito a él?

Los dos bien sabemos que la distancia es, nada más ni nada menos, que un sustantivo común. Los 514 km que nos separan son simplemente un número. La ausencia de comunicación es sólo tiempo de trabajo interno.

Casi como si supiera cuando estoy a punto de irme para siempre, vuelve a tocar mi puerta, vuelve a tirar abajo mi teoría del acto noble y yo caigo, rendida, levantando las piezas de cada expectativa y volviéndolas a armar.

Tal vez su alma busque incesante e incansablemente a la mía, destinadas a encontrarse, pues posiblemente ambas mitades formen parte un todo. ¿Cómo podría, entonces, dejarlo ir cuando sé que nos encontraremos al final del túnel?

La respuesta no la tengo. Sólo sé que su esencia ronda incesante a mi alrededor.

A pesar del tiempo.

A pesar de la distancia.

A pesar de los kilómetros.

A pesar de las palabras.

A pesar de las idas y vueltas.

-SP